lunes, 27 de agosto de 2012

Expectativas



Nunca vistas de azul al príncipe gris.





Otro lunes que amanece este letargo entre sábanas que hace rato sobran de costados. No sé si leo el diario o recuerdo las noticias de memoria mientras desayuno el primer cigarro que acaba con mi garganta y me deja esa molestia necesaria en el paladar. Le saco la batería al celular, de la misma manera que esa tía que no veía nunca dejó de enviarme el sobrecito con guita para mi cumpleaños. Intento que el agua fría aliviane mis parpados y me mojo la cabeza como si hubiera gente viviendo por ahí. Amanecido medito cada movimiento y pocas veces suelo despertar.
No sé por dónde empezar a pensar y eso me ocurre bastante seguido, es que mi mente suele ser un desierto plagado de oasis y espejismos y yo un viajero ocasional. Entonces, con los ojos en claustro de fotofobia, no hago más que salir al parque a respirar ese sol que abunda por los barrios bajos y a desenmarañar de prepo cada segundo, cada instante. Paso por paso, mi vida no es más que un cumulo de escenas que resuelvo de improviso y donde cada movimiento desencadena un reflejo instantáneo que construyo sin manuales. Algunas veces esta habilidad suele ser torpeza. Es que no hay proyecto más ambicioso que cerrar un capítulo y, generalmente, sucede sin que lo note. Así es como cada línea que escribo sobre cada uno de esos segundos no puede ser otra cosa que un garabato amorfo y sin pulso que resulta un párrafo incomprensible que rara vez releo. No sé cómo hacen, cómo pueden vivir proyectando vidas y años, cómo eligen el color del muro sin asegurarse un ladrillo, sin saber si llegará a muro. Entonces pienso en el final del día y me da vértigo. Y este minuto, adrenalina. No pienso en los costos, no me aseguro más que lo necesario. Es que hay un mundo de expectativas que nos plaga de frustraciones y ahí, en ese mundo, prefiero vivir al contado y permitir que cada escena me sorprenda. Sin imaginar cómo sería, sin proyectar más que los días, sin exigir más que lo ofrecido, ni asumir más que lo entregado, me cargo esta valija al hombro sin esperar al hada madrina y con la certeza de que nadie debería vestir de azul a príncipe gris.


domingo, 26 de agosto de 2012

La Cosa




La Cosa lo miraba, cínica y estéril. Y de pronto ese pibe sentado, que hamacaba sus piecitos en el banco de la vieja estación de Santos Lugares, volvía a ser yo. Con esos zapatitos de cuero marrón, un jardinero de jean, pelo largo y remera a rayas, mirada extrañada que contempla ese infinito mundo adulto de viajes a ningún lado que emprenden frustradas persecuciones al tiempo y una libretita de oraciones a escondidas de la infancia dentro de los calzones.
Ese pibito, que no hace más que balancearse sobre el banco de la estación hasta que rechinen las tuercas, volvía a esperar a mi madre que vuelva de la fábrica. Volvía a recordar paso por paso que hizo durante el día para contárselo sin pausa cuando por fin llegara. Volvía a caminar de la mano.
Y respiré profundo, como si fuera la última bocanada, y trepé de un salto el alambrado de los terrenos abandonados del ferrocarril y volví a tirarle piedras a la ventana del rengo de la otra cuadra. A oler con matices, a recordar sin esfuerzo, a saberme inmune. Volví tras los pasos que soñé y nunca di. A sentarme al piano de La Primavera para Lucía.
“En el paraíso somos todos niños”, me dijo Don Ernesto alguna vez, mientras paseaba a su ovejero y no mentía ¿Cuántos de ustedes recuerdan con exactitud el momento preciso en el que perdieron por completo la inocencia?
Ahora que este insomnio me escupe la verdad a la cara, justo debajo de los ojos. Ahora que pagué al contado tantos días en cuotas, ahora que esta asfixia se reserva el derecho de admisión y que puedo tallar un calendario en mi espalda: ahora ya sé que La Cosa suele ser abstracta. Pero mierda que para el tiempo la vida no vale un carajo.