domingo, 26 de agosto de 2012

La Cosa




La Cosa lo miraba, cínica y estéril. Y de pronto ese pibe sentado, que hamacaba sus piecitos en el banco de la vieja estación de Santos Lugares, volvía a ser yo. Con esos zapatitos de cuero marrón, un jardinero de jean, pelo largo y remera a rayas, mirada extrañada que contempla ese infinito mundo adulto de viajes a ningún lado que emprenden frustradas persecuciones al tiempo y una libretita de oraciones a escondidas de la infancia dentro de los calzones.
Ese pibito, que no hace más que balancearse sobre el banco de la estación hasta que rechinen las tuercas, volvía a esperar a mi madre que vuelva de la fábrica. Volvía a recordar paso por paso que hizo durante el día para contárselo sin pausa cuando por fin llegara. Volvía a caminar de la mano.
Y respiré profundo, como si fuera la última bocanada, y trepé de un salto el alambrado de los terrenos abandonados del ferrocarril y volví a tirarle piedras a la ventana del rengo de la otra cuadra. A oler con matices, a recordar sin esfuerzo, a saberme inmune. Volví tras los pasos que soñé y nunca di. A sentarme al piano de La Primavera para Lucía.
“En el paraíso somos todos niños”, me dijo Don Ernesto alguna vez, mientras paseaba a su ovejero y no mentía ¿Cuántos de ustedes recuerdan con exactitud el momento preciso en el que perdieron por completo la inocencia?
Ahora que este insomnio me escupe la verdad a la cara, justo debajo de los ojos. Ahora que pagué al contado tantos días en cuotas, ahora que esta asfixia se reserva el derecho de admisión y que puedo tallar un calendario en mi espalda: ahora ya sé que La Cosa suele ser abstracta. Pero mierda que para el tiempo la vida no vale un carajo.

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