La Cosa lo miraba, cínica y estéril. Y de pronto ese pibe
sentado, que hamacaba sus piecitos en el banco de la vieja estación de Santos
Lugares, volvía a ser yo. Con esos zapatitos de cuero marrón, un jardinero de
jean, pelo largo y remera a rayas, mirada extrañada que contempla ese infinito mundo
adulto de viajes a ningún lado que emprenden frustradas persecuciones al tiempo
y una libretita de oraciones a escondidas de la infancia dentro de los
calzones.
Ese pibito, que no hace más que balancearse sobre el banco
de la estación hasta que rechinen las tuercas, volvía a esperar a mi madre que
vuelva de la fábrica. Volvía a recordar paso por paso que hizo durante el día
para contárselo sin pausa cuando por fin llegara. Volvía a caminar de la mano.
Y respiré profundo, como si fuera la última bocanada, y trepé
de un salto el alambrado de los terrenos abandonados del ferrocarril y volví a
tirarle piedras a la ventana del rengo de la otra cuadra. A oler con matices, a
recordar sin esfuerzo, a saberme inmune. Volví tras los pasos que soñé y nunca di.
A sentarme al piano de La Primavera para Lucía.
“En el paraíso somos todos niños”, me dijo Don Ernesto
alguna vez, mientras paseaba a su ovejero y no mentía ¿Cuántos de ustedes
recuerdan con exactitud el momento preciso en el que perdieron por completo la
inocencia?
Ahora que este insomnio me escupe la verdad a la cara, justo
debajo de los ojos. Ahora que pagué al contado tantos días en cuotas, ahora que
esta asfixia se reserva el derecho de admisión y que puedo tallar un calendario
en mi espalda: ahora ya sé que La Cosa suele ser abstracta. Pero mierda que para el tiempo la vida no vale un carajo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario