Tantos poemas, canciones y relatos sobre lo bella, triste, nostálgica y melancólica puede llegar a ser la lluvia. Tantos autores trillaron lo natural hasta extrañarlo que ya no me queda nada útil por decir.
Solo resta retratar a ese hombre que, en algún rincón de alguna localidad perdida del conurbano, se reclina en el umbral de su casa a ver caer la lluvia, abstrayéndose hasta enrarecerla, como un niño de asombros y novedades.
Será que el tiempo es más tiempo medido en nubes y luces. Será que la calle escupe cuerpos que corren guarecidos. Será las olas de los autos y las lauchas de la medianera. Qué será de todo si nunca antes lo observamos.
Y qué será de los mundos que nunca creamos por no percibirlos.
Se enciende un cigarro gris, se mece sobre la silla y respira profundo para oler que ya no huele nada. Llegué tarde a esto también, piensa. Ya es tarde para retroceder calzando excusas. Es que el tipo creció ahí, en el olor a perro sucio que deja la lluvia cuando se va, entre las gotas oxidadas que se escurren en los rostros y las habitaciones minadas de tachos que rebalsan de madrugada. Y él sabe bien que quien se anima a soñar sobre colchones mojados que apestan rancio, sueña lindo pero no recuerda.
Te escribiría una canción si juraras que mi música es un
espanto. Una canción sin estribillo, de esas que cuentan historias bonitas y
terminan repitiendo la primera estrofa. O intentaría dejarte unas palabras en
algún rincón si ya no los hurgaras. Podría también explicarte cuánto te sigo
cuidando si no quisieras oírlo. O describirte maravillosa si no significara nada.
Y dejar esta estupidez de protegerte que ya no me sale porque esta calle es cruel si la cruzas de mi mano. Y mostrar quién desanda a
mi lado sin que te importe. Y dejar estos malabares de equilibrista errante para
que veas que nunca pude con tres naranjas.
Otro lunes que amanece este letargo entre sábanas que hace
rato sobran de costados. No sé si leo el diario o recuerdo las noticias de
memoria mientras desayuno el primer cigarro que acaba con mi garganta y me deja
esa molestia necesaria en el paladar. Le saco la batería al celular, de la
misma manera que esa tía que no veía nunca dejó de enviarme el sobrecito con
guita para mi cumpleaños. Intento que el agua fría aliviane mis parpados y me mojo
la cabeza como si hubiera gente viviendo por ahí. Amanecido medito cada movimiento
y pocas veces suelo despertar.
No sé por dónde empezar a pensar y eso me ocurre bastante
seguido, es que mi mente suele ser un desierto plagado de oasis y espejismos y
yo un viajero ocasional. Entonces, con los ojos en claustro de fotofobia, no
hago más que salir al parque a respirar ese sol que abunda por los barrios
bajos y a desenmarañar de prepo cada segundo, cada instante. Paso por paso, mi
vida no es más que un cumulo de escenas que resuelvo de improviso y donde cada
movimiento desencadena un reflejo instantáneo que construyo sin manuales. Algunas
veces esta habilidad suele ser torpeza. Es que no hay proyecto más ambicioso
que cerrar un capítulo y, generalmente, sucede sin que lo note. Así es como
cada línea que escribo sobre cada uno de esos segundos no puede ser otra cosa
que un garabato amorfo y sin pulso que resulta un párrafo incomprensible que
rara vez releo. No sé cómo hacen, cómo pueden vivir proyectando vidas y años, cómo
eligen el color del muro sin asegurarse un ladrillo, sin saber si llegará a
muro. Entonces pienso en el final del día y me da vértigo. Y este minuto, adrenalina.
No pienso en los costos, no me aseguro más que lo necesario. Es que hay un
mundo de expectativas que nos plaga de frustraciones y ahí, en ese mundo, prefiero
vivir al contado y permitir que cada escena me sorprenda. Sin imaginar cómo
sería, sin proyectar más que los días, sin exigir más que lo ofrecido, ni
asumir más que lo entregado, me cargo esta valija al hombro sin esperar al hada
madrina y con la certeza de que nadie debería vestir de azul a príncipe gris.