jueves, 20 de septiembre de 2012

La lluvia que no existe

Tantos poemas, canciones y relatos sobre lo bella, triste, nostálgica y melancólica puede llegar a ser la lluvia. Tantos autores trillaron lo natural hasta extrañarlo que ya no me queda nada útil por decir. 
Solo resta retratar a ese hombre que, en algún rincón de alguna localidad perdida del conurbano, se reclina en el umbral de su casa a ver caer la lluvia, abstrayéndose hasta enrarecerla, como un niño de asombros y novedades. 
Será que el tiempo es más tiempo medido en nubes y luces. Será que la calle escupe cuerpos que corren guarecidos. Será las olas de los autos y las lauchas de la medianera. Qué será de todo si nunca antes lo observamos. 
Y qué será de los mundos que nunca creamos por no percibirlos.
Se enciende un cigarro gris, se mece sobre la silla y respira profundo para oler que ya no huele nada. Llegué tarde a esto también, piensa. Ya es tarde para retroceder calzando excusas. Es que el tipo creció ahí, en el olor a perro sucio que deja la lluvia cuando se va, entre las gotas oxidadas que se escurren en los rostros y las habitaciones minadas de tachos que rebalsan de madrugada. Y él sabe bien que quien se anima a soñar sobre colchones mojados que apestan rancio, sueña lindo pero no recuerda. 

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