Solo resta retratar a ese hombre que, en algún rincón de alguna localidad perdida del conurbano, se reclina en el umbral de su casa a ver caer la lluvia, abstrayéndose hasta enrarecerla, como un niño de asombros y novedades.
Será que el tiempo es más tiempo medido en nubes y luces. Será que la calle escupe cuerpos que corren guarecidos. Será las olas de los autos y las lauchas de la medianera. Qué será de todo si nunca antes lo observamos.
Y qué será de los mundos que nunca creamos por no percibirlos.
Se enciende un cigarro gris, se mece sobre la silla y respira profundo para oler que ya no huele nada. Llegué tarde a esto también, piensa. Ya es tarde para retroceder calzando excusas. Es que el tipo creció ahí, en el olor a perro sucio que deja la lluvia cuando se va, entre las gotas oxidadas que se escurren en los rostros y las habitaciones minadas de tachos que rebalsan de madrugada. Y él sabe bien que quien se anima a soñar sobre colchones mojados que apestan rancio, sueña lindo pero no recuerda.